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En nombre de los Derechos Humanos. Por Antonio Roma.

En los últimos meses hemos escuchado en los sectores del independentismo catalán frecuentes y crecientes alusiones a los "derechos humanos" y a la "democracia" como base justificativa, entre otros, de los hechos que trajeron como consecuencia la sentencia dictada por el Tribunal Supremo contra unos líderes políticos. A medida que se repiten estas alusiones las palabras resultan más vacías, en particular si las confrontamos con los acontecimientos que se comentan o se producen a continuación. Hoy no cabe sino referirse a las críticas  de quienes recurren a los "derechos humanos" y a la "democracia" realizan para descalificar una resolución judicial.

Como demócrata convencido y activo defensor de los derechos humanos no puedo sentir sino repulsa por el tono con que estas palabras se esgrimen frente a quien no comparte una posición política y los medios empleados para hacerla valer. En democracia no es admisible que nadie otorgue a los demás el carnet de demócrata, por el contrario, esta forma de proceder que manifiesta el pensamiento único contiene la simiente del totalitarismo. No voy a comentar en este punto mi opinión en torno al sorprendente y limitado concepto de democracia que se encuentra detrás del planteamiento de quienes lo repiten de manera ritual, sino que me voy a referir a lo que sucede con el otro concepto.

 Los derechos humanos son la base de nuestro sistema jurídico y se concibieron desde el siglo XVIII como la base previa y fundamental de la democracia. Ya se trate de libertades, inmunidades o derechos, su catálogo y contenido ha ido creciendo y los poderes públicos deben protegerlos, generando las condiciones para que sean efectivos por parte de todos. Más aún, en muchos casos, estos derechos se conciben frente a los poderes públicos como garantías no sólo de cada ciudadano sino de todo el sistema político.

Algunas de las alusiones a los derechos humanos que se expresan en los últimos tiempos merecen algunos comentarios. Vaya por delante que quienes utilizan su solapa para poner lazos amarillos, critican a los poderes públicos o se manifiestan pacíficamente por las calles son ciudadanos que merecen ser respetados absolutamente. Sin embargo, detrás de este legítimo ejercicio de los derechos fundamentales debe ponerse de manifiesto un matiz. 

Hemos visto en los espacios públicos y, de manera llamativa, en las fachadas de las instituciones mensajes propios de los partidos políticos que ejercen el poder, que han justificado su colocación por parte de funcionarios y otros ciudadanos que ponen en práctica su libertad de expresión. Sin embargo, cuando se trata de publicitar una idea propia de quien ejerce el poder, estamos ante una forma de propaganda que no puede explicarse por el ejercicio del derecho por parte de nadie.

Lo mismo cabe decir con las manifestaciones ciudadanas. Comencemos diciendo que en ningún país del mundo el derecho de manifestación permite a quienes lo ejercen actuar con violencia o la ocupación de instalaciones estratégicas, por su importante valor para todos, incluidos aquellos que no quieren expresarse o manifestarse. Llama la atención que sea el propio gobierno autonómico quien haya amparado (y sus miembros hasta participado) en la ocupación de una infraestructura de estas características, que por el contrario debe proteger en beneficio de todos.

Y no voy a entrar en la convocatoria del referéndum de 1 de octubre de 2017. A este respecto, fue ni más ni menos el Tribunal Europeo de Derechos Humanos quien descartó que los derechos de expresión, opinión y manifestación se vieran comprometidos ni por parte de quienes demandaron, ni por el resto de la ciudadanía.

Uno de los episodios que más debe preocuparnos es la falta de respeto a la sentencia del Tribunal Supremo, no dictada por conculcar ideas o derechos de nadie sino por malgastar el dinero de todos y por comprometer las bases materiales de la convivencia de los ciudadanos, al margen de sus opiniones o creencias. El 30 de septiembre de 1962, John F. Kennedy proclamó un conocido discurso en el que sostenía que el incumplimiento de las resoluciones judiciales constituye la negación de la convivencia social. Y así es: la falta de respeto a las leyes elimina toda posibilidad de ejercicio de los derechos humanos y es deber de los poderes públicos garantizar la convivencia como fundamento de la efectividad de las libertades de todos.

Los poderes públicos no ejercen derechos humanos propios y están obligados a ser neutrales para permitir que todos los ciudadanos puedan hacerlo.

Antonio Roma

Miembro de la Asociación de Fiscales

Fuente: ABC

 

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